
Largarlo todo y construir una nueva vida, romper la rutina, abandonar el trabajo, irse de la ciudad al campo o a la playa (si se puede poner un bar mucho mejor), sacudir la identidad. Para muchos ese deseo de empezar una vida dura lo mismo que unas vacaciones, pero en otros casos es el disparador de un cambio radical. ¿De qué nos hablan esas ganas de cambiar nuestra existencia?, ¿Por qué algunos lo concretan y otros no?, ¿Cuándo y cómo es conveniente dar ese salto?, ¿Somos parte de una generación que rompe con mandatos y se interroga más sobre sus deseos? En las historias de tres personas que lo hicieron y algunas voces de expertos buscamos las respuestas.
Facundo Othatceguy vive con su familia, Laura y Río, en la localidad de Yacanto, en la provincia de Córdoba, Argentina. Ya han escrito dos libros y tienen el canal de Youtube ‘Sueños de Ruta’. © Santiago Aristia, France 24
«Siempre que hay un deseo, hay una falta. Lo que nos impulsa es la falta. Hay que preguntarse cuál es la falta que tenemos y qué impulsa a esa búsqueda. Qué significa largar todo, hacia qué estas yendo, de qué te estas desarraigando», explica el psiquiatra Joel Bravo acerca de conocer qué hay detrás de esas ganas de soltarlo todo.
Desmalezar nuestro interior y conocer ese deseo es fundamental para evaluar hacia dónde nos dirigirnos cuando la idea del cambio se instala y llega para quedarse.
El psicólogo Daniel Alejandro Fernández asegura que el deseo es un motor del ser humano. «Toda persona sana es un sujeto en relación a su deseo. Que conoce su deseo, que es responsable por su deseo. Que de alguna manera trata de alcanzarlo, más allá de que lo consiga o no”, dice y advierte que “si uno no es un sujeto de deseo, termina siendo un objeto del deseo de los otros. Si no vivimos la vida que queremos vivir, indirectamente vamos a estar viviendo la vida que los demás determinaron para nosotros, culturalmente, por mandatos, familiarmente, y nunca nos va a satisfacer. Por eso, mucha gente que patea el tablero, lo hace porque nunca entró en contacto con su auténtico deseo y el deseo es la base de la identidad».
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El sentimiento de que algo falta: la «buena falla»
«Entre lo que una persona busca en la vida y lo que encuentra siempre va a faltar algo», dice Fernández y advierte que se trata de una falla estructural de todo ser humano.
Es una buena falla. «Por suerte tenemos esta falta», dice, «porque gracias a que entre lo que buscamos y lo que encontramos algo nos falta, seguimos deseando; y el deseo es el motor del aparato psíquico».
Identificar ese deseo es el puntapié para el giro, para dar el salto hacia una versión de nosotros más fiel a nuestras necesidades, a quienes somos y qué buscamos. No se trata de un proceso simple, y quienes se animaron a soltar rutinas y desarmarse, lo confirman.
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De la oficina en la ciudad a las carreteras de América Latina
La historia de Facundo Othatceguy es de esas que parecen salidas de una película. De las que uno escucha y dan ganas de largarlo todo, pero también es aleccionadora y funciona casi como un manual para patear el tablero.
Para algunos que albergan ese deseo, apenas como un pálpito inicial, puede ser el motor que los acerque a dar el paso. Y deja algo claro, como muchos otros que lo hicieron: no es fácil ni abrupto.
Hoy, con 35 años, recuerda que antes de 2015 su máxima aspiración «era tener un buen trabajo en alguna empresa y empezar a escalar. Mi sueño era jubilarme joven, con suerte. Estaba dispuesto a jubilarme a los sesenta y que eso fuera un sueño válido», cuenta.
«Estaba contento con esa vida», dice Facundo sobre sus años como publicista en una importante agencia dedicada a la política. «Había conseguido un buen trabajo. Había tenido muchos logros (…) Trabajaba en una oficina alfombrada parecida a la serie ‘Mad men’. La gente tomando whisky a las diez de la mañana, fumando. Había una parte que me gustaba, me hacían sentir bien. Eso es una trampa del sistema. Te hacen sentir poderoso. Tenía un chofer para ir a cualquier lado, una tarjeta de crédito con la que podía hacer lo que quiera mientras trabajaba», dice.
Así transitaba sus días, en una existencia que hoy considera que no era propia, sino resultado de mandatos, miradas y deseos ajenos. Recuerda que «en su momento era mi sueño, lo viví como un sueño, pero me di cuenta después que era un ajeno. Yo tenía otras aspiraciones, pero a veces uno no se anima a soñar en grande, podes soñar pero dentro de tu acotado universo».
La historia de Facundo es una muestra de cómo nuestras decisiones están condicionadas por estructuras y mandatos heredados. Lo «socialmente aceptado» o «correcto», mantenía congelado el salto que quería para su vida.
Él distingue entre los «sueños que deben ser», y su verdadero y más profundo sueño. Cuenta que «antes de cumplir el que debería ser mi sueño más profundo, que no me animaba a contarlo, era salir de viaje. Sin embargo, me había impuesto que antes tenía que juntar dinero, trabajar toda mi vida, jubilarme. Recién me podía permitir eso habiendo pasado por lo que el sistema, el statu quo o la sociedad dicen que debería ser, ‘vos no podes vivir viajando desde los veinte años’. Entonces uno, o por lo menos yo, no me anima a permitirme eso».
El «clic» llegó de una manera contundente, cruda. Facundo recuerda con detalles aquel día:
Estaba en la oficina, era la una de la tarde, mi jefe estaba discutiendo muy acaloradamente, empezó a subir el tono, nos empezamos asomar a ver qué estaba pasando y de repente se quedó duro, cayó al piso y empezó a convulsionar. Se lo llevaron en ambulancia, tuvo un principio de ACV (accidente cerebrovascular) creo, algo grave. El lunes el tipo estaba trabajando como si nada hubiese pasado. Yo me dije tengo el plan de jubilarme a los 50, 55,con suerte; este tipo tiene 40, si sigue así, en un año no lo cuenta
Ahí fue cuando, en sus propias palabras, su plan «implosionó y se cayó a pedazos». «Las señales», como él las llama, siguieron llegando.
«Mi compañera trabajaba en otra agencia de publicidad. Al dueño de esa agencia le diagnosticaron cáncer y se murió en cuatro meses, a los 42 años». Su sueño ya no podía esperar.

En 2015 le dio un giro a su vida. Junto a su pareja, Laura, dejaron la ciudad de Buenos Aires, vendieron sus pertenencias y con unos pocos ahorros se subieron a sus bicicletas para comenzar a darle forma a su deseo de viajar. Pedalearon más de siete mil kilómetros. Desde el sur al norte argentino, de Ushuaia a La Quiaca, incluyendo un recorrido por Chile, durante un año.
El viaje continuó, pero cambió el medio de transporte. Finalizado el viaje en bicicleta en La Quiaca, regresaron a Buenos Aires. Con los recursos y las herramientas que tenían a mano acondicionaron una furgoneta para salir a las carreteras de Latinoamérica. El viaje duró cerca de tres años.
Vivir en movimiento no solo fue la concreción de un deseo postergado, también resultó ser el disparador para conocer nuevos deseos, o reencontrarse con algunos.
Cambiamos de medio de transporte porque queríamos tener hijos y no queríamos dejar de viajar (…) Antes de salir de viaje estaba seguro que no iba a tener hijos. ¿Qué le iba a dar a un hijo? Un ratito a la mañana, y después volver de trabajar nueve o diez horas destruido sin ganas de ver a nadie y compartir un momento muy pobre. Esa es la dinámica que te propone la ciudad, al menos en el trabajo en que yo estaba
Hace un año Facundo, Laura y Río viven en la localidad de Yacanto, en la provincia de Córdoba, entre las sierras y una naturaleza, que lo domina todo.
En su recorrido escribieron dos libros, inspirados en el viaje, y crearon el canal de Youtube ‘Sueños de ruta’, un proyecto que comenzó mostrando cómo acondicionar un autobús para viajar y terminó siendo la inspiración para que muchos otros se lanzaran a nuevos rumbos.
Del «éxito» empresarial a enseñar yoga en un pueblo
Danila Lanuto tiene 38 años, estudió comercio internacional y desde muy joven ingresó a trabajar en una empresa multinacional, en el sector agroindustrial. Vivía a las afueras de la Ciudad de Buenos Aires y todos los días recorría un trayecto de hora y media en tren y en metro o autobús para llegar al trabajo. Después de viajar tres horas y trabajar, seguía su día estudiando.
Esas mañanas le quedaron grabadas:
Viajaba apretada, sin respiración, o colgada viendo las vías. Era lo cotidiano. Recuerdo tener que ponerme en modo zombi y no estar consciente. Si uno está un poco más consciente, no estás ahí
«Estaba fascinada de vivir esta vida de la gente que iba a la oficina, como en las series», dice.
Su vida parecía resumir todo lo que usualmente se asocia al éxito: «Poder trabajar de lo que estudiaba, haber llegado a ese puesto en una multinacional (…) Viajé a cubrir una licencia por embarazo a Australia dos meses. Estuve un verano en Melbourne. Tenía 24 años, me parecía todo fabuloso. En 2012 y 2013 fui a Europa, a una capacitación Bulgaria» cuenta, pero lo que fue divertido durante un tiempo, dejó de serlo.

En el universo de los agrotóxicos, su voz ambientalista no encontraba lugar. «Mis opiniones iban en general en contra de lo que era el común de las personas que estaba ahí o de lo que se podía decir (…) Parte de nuestro trabajo al exportar era ver estudios de laboratorio de la mercaderías, la cantidad de pesticidas y tóxicos que tenían. Y por determinados niveles no entraban en algunos mercados. A Europa no se podía entrar, pero lo mandaban a Bangladesh. En ese momento no me hacía tanto ruido porque era parte de mi trabajo, hoy lo veo a distancia y se me pone la piel de gallina», cuenta.
Esa incomodidad creció y una parte suya ya no encajaba en aquel entorno. Ingresar al mundo del yoga, asegura, le permitió descubrir otra forma de ver la vida, otro mundo que no estaba incluyendo en lo cotidiano y encuentra en la palabra «incoherencia» la mejor forma de describir lo que le sucedía.
«Para mi comenzó a ser incongruente, incoherente. Yo quería vivir de una determinaba forma, me comenzaba a conectar con otros valores, con otra forma de ver la vida. Que quizás lo importante no era el dinero, desde una situación de tener cubiertas todas mis necesidades. Teniendo la panza llena y un techo arriba de mi cabeza, empecé a entender que me importaba más conectar con esos valores y no tanto con recibirme, o que fuera un éxito un puesto o un salario», reflexiona.
Tras una separación, en 2015 viajó al pueblo de El Chaltén, en el sur de Argentina. Ahí, sola y en contacto con la naturaleza sintió «el quiebre». Ya no quería volver a la oficina, eso ya no era para ella. Un proceso interno y subjetivo, pero que puede resonar en muchas mentes. «Hay algo que se despierta, que tiene que ver con la coherencia y la incoherencia. Cuando empiezas a activar esa conciencia, cada vez puedes estar menos en los espacios en los que no te sentís cómodo o cómoda», así describe esa sensación para la que muchos no encuentran palabras.
Si bien la ficha había caído, el proceso de retirada le llevó un par de años. Apenas regresó tuvo un ascenso laboral, pero ya estaba atravesado por la necesidad del cambio. Cuenta que cuando comenzó a considerar la idea «fue abrir la puerta del monstruo de esta intolerancia. Me despertaba a las seis de la mañana a tomarme el tren y lloraba. Lloraba en mi casa, no quería salir. Iba y lo hacía y me iba bien. En el medio me ascendieron a supervisora del área, pero me sentía muy mal haciendo eso».
Renunció en 2017 y se enfrentó a la nueva realidad y al “cableado mental” que ahí seguía, cuenta:
«Me pasó de levantarme un lunes y no tener que ir a ningún lado y a los 30 años sentir que había algo que estaba haciendo mal»
Lo que hizo fue anotar las cosas que le gusta hacer, sus capacidades y dones. Su manera de encarar el cambio fue formándose y llegó a enseñar yoga. El comienzo fue difícil, durante varios meses los ingresos no llegaban a cubrir los gastos. Siguió trabajando, dando clases en su casa. Ya lleva varios años trabajando en eso en Yacanto, Córdoba.
Prueba y error: la historia de Marisa
«No basta con patear el tablero, hay que ser consciente de qué otro tablero se desea (…) tiene que ser acorde a quienes somos, si no, no nos vamos a sentir bien», afirma Daniel Fernández.
Pero los aprendizajes llegan muchas veces a fuerza de equivocaciones.

Marisa Charny vivía en Buenos Aires con sus dos hijos, era profesora de yoga. En 2010 conoció a su pareja y surgió un deseo muy potente de dejar la ciudad. La manera en la que lo concretaron, en 2013, hoy la define como «torpe».
Sin averiguar mucho sobre el destino, eligieron un pueblo en la provincia de Corrientes, en el noreste argentino.
«Con el impulso de salir de la ciudad perdí de vista otras cosas como el entorno social, las actividades industriales que allí se generan. La zona era maderera, pasaban camiones todo el día, al lado de mi casa pusieron un aserradero. Todo eso fue causa de sufrimiento por mucho tiempo. Cuando te tiras a una pileta con tanto entusiasmo, reconocer el error lleva mucho tiempo», admite.
El cambio dentro del cambio llegó tras enfermarse en el 2020 de cáncer de útero, órgano que es un fuerte símbolo de hogar para muchos. Algo que le resonó de modo particular.
Entonces vino un nuevo giro en sus vidas. Esta vez, la movía la fuerza de preservar su salud. «Cuando me operé y empecé a sentir de nuevo el ruido del aserradero, sentí que eso me iba a volver a enfermar y decidí que nos íbamos», recuerda.
Hoy vive en Villa de Las Rosas, en Córdoba, Argentina. Costó, pero asegura que encontró su lugar:
En Buenos Aires me sentía una extraterrestre, después me sentí un extraterrestre en Corrientes. Acá siento que llegué a mi planeta (…) Cada día miro por la ventana , miro por la montaña y me agradezco a mí misma haber tomado esa decisión. Todo es arriesgado, pero la vida no puede estar basada en esos miedos. Son los miedos o es la vida
https://www.france24.com/es/am%C3%A9rica-latina/20240818-dejarlo-todo-y-empezar-de-cero-el-deseo-de-patear-el-tablero