Una relación con los mejores sentimientos, de ésas donde las miradas son suficientes para entendernos y compartir los mejores momentos.
Por Nicolás Artusi
Mis largos paseos con Fika, la galga con la que convivo desde hace tres años, me convirtieron en un observador experto de sus costumbres (una dulce venganza contra su especie que vive, más que nada, curioseando a los humanos): podría hablar de su velocidad imparable, que a veces la deja jugando sola porque ningún caniche le aguanta el tranco en la plaza, o de su voluntad por hociquear todo arbolito, como si en cada uno encontrara un tesoro único. Pero lo que más me llama la atención en esas observaciones meditabundas es la micción, el sistema de intercambio de información entre los perritos. ¿Por qué a veces la descarga es un sendero a lo Hansel y Gretel que va regando las veredas del barrio y otras, un alivio casi administrativo?
“Tiene dos tipos de orina: la orina Social y la orina por Necesidad”. Lo escribió el venerable autor inglés J.R. Ackerley en Mi perra Tulip, el volumen de memorias de los dieciséis años que compartió con una hembra de pastor alsaciano y uno de mi lista de libros que hacen bien. En el texto, Ackerley, que vivió entre 1896 y 1967, que peleó en la Primera Guerra Mundial, que estuvo prisionero durante un año y medio en Alemania y en Suiza, que trabajó como secretario de un maharajá en la India, que dirigió la revista de la BBC y que fue uno de los poquísimos gays públicos de su época, distingue entre la orina Social, en la que su perra Tulip “dobla la cola hacia arriba como una cimitarra y adopta una expresión placentera”, y la orina por Necesidad, en la que “la expresión de su rostro es la de quien hace negocios, como si firmara un cheque”. Fika es igual. Y estamos tan compenetrados el uno con el otro que ella advierte cuando estoy apurado, y resuelve la operación nomás bajar al cordón de la vereda, y disfruta cuando el paseo se intuye largo (para no faltar a la verdad también debería mencionar alguna de las poquísimas veces que se alivió sobre el parquet del living, casi siempre por los celos incontenibles que despierta en ella la visita de su hermano galgo Kofi). Aunque no ando en cuatro patas, trato de ponerme en su lugar y comprender su umwelt, el término que acuñó el biólogo alemán Jakob von Uexküll para definir el mundo subjetivo, o “automundo”, del animal: Fika observa la vida a ras del suelo y huele el planeta con una nariz que es un millón de veces más fiel que la mía mientras todos los olores le proveen información.
Según Ackerley, “los perros no son difíciles de entender: uno tiene que ponerse en su lugar”. Este libro de la experiencia, que nace de la circunstancia aparentemente banal de la adopción de una cachorra por parte de un humano maduro, se convirtió en un manifiesto vital. Si es cierto que tiene algo de novela y algo de manual de instrucciones (aunque ningún perro, ni siquiera el más chúcaro, sea tan difícil de manejar como una multiprocesadora) recomiendo entregarse a la convivencia. “Aunque debe de haber pocos libros tan hermosos sobre la relación de un hombre con un perro, Mi perra Tulip no es en absoluto lo previsible en el género”, escribió alguna vez César Aira: “Trata del amor perfecto, pero en sus propios términos”.
¿Y el café?
Nunca se le debe dar de tomar café a un perro (los veterinarios dicen que la cafeína podría acelerar su ritmo cardíaco hasta el infarto) pero nada impide que nos acompañe en la cafetería. En Recoleta, Perro Café admite desde el nombre su afinidad por el mejor amigo del humano; en Flores, Shiba Caffé rinde tributo a la raza favorita de los japoneses (y emblema de una criptomoneda); y en Palermo, Lazy Dog convoca al humano perezoso a despertarse con una buena dosis de cafeína.